viernes, 9 de enero de 1998

Cuchillo

    Lo llamaba, tentándolo, ofreciéndole sueños de placer y despertares verdes y anaranjados en lugares desconocidos, alejados, brillantes. Le prometía olores a rosas, a manjares, a vinos que le producirían intensos orgasmos a su lengua sin experiencia. Le juraba caricias y melodiosas canciones que entran por los poros, sacan lágrimas a la caliza más dura, hacen suculento al pan más mohoso, sacian al más hambriento, purifican al más sucio.
    El brillo de su aleación le sonreía con dientes extraordinariamente blancos a medio mostrar, profetizándole felicidad y risas, relajación y valentía. Le aseguraba las maravillas del mundo vistas a ojo de gusano; el oscuro negro del fondo del océano se haría claridad verdusca ante sus ojos, el cielo le abriría sus inmensas puertas doradas para que pudiera darle un vistazo a su bárbara pureza, el infierno dejaría un agujero en el más bajo suelo para que su pene sintiera los cosquilleos insaciables del tentador pecado carnal, los faraones le invitarían a sus tumbas y les contarían sus viajes y aventuras, el alma humana se desnudaría y revelaría sus temores y puntos débiles. Vería sangrientas batallas de continentes, de mundos. Destrucción, hambre, miseria bajo sus rodillas, mientras él se saciaría con sus miedos y llantos. ¡Sería un dios! ¡El universo a sus pies! Los ángeles estarían obligados a complacerlo. Civilizaciones lo adorarían. Poetas muertos lo retratarían con sus plumas. Pintores barbudos le robarían pedazos de aliento para regarlos sobre lienzos colorados y azules. Coronas floreadas le adornarían la cabeza mientras néctares dulces y espesos fluirían alcoholizados por su garganta.
    Su filo le negociaba una muerte lenta e indolora a cambio de beber la gloriosa sangre pronta a ser dulce. La empuñadura le ofrecía simple confort al momento de asirla.
    Todo le favorecía. Sonrió. Saboreó su triunfo sobre la vida: la muerte. ¿Quién más sino esa simpática esqueleto de sonrisa perpetua y túnica sucia y polvorienta le arrancaría esa angustiante enfermedad que es la vida? ¿Quién más sino ella lo sacaría de este desaliñado purgatorio?
    Miró a su alrededor para buscarla e invitarla un vaso frío de jugo fresco. Pero no vio sino una cocina sucia y una mesa en no mejores condiciones. Mas sí suponía que ese escalofrío que tenía desde hace rato era ella, lamiendo su espina, saboreándolo, animándolo a tomar el cuchillo e invitarla a hacer el amor con ella.
    Cerró los ojos y suspiró, no menos pesadamente que antes de dormir.
    Tomó el cuchillo cómodamente y lo deslizó suavemente por su pecho desnudo, sólo acariciándolo durante un largo rato. Las tetillas se endurecían, el abdomen tensaba. La fría hoja le excitaba. La erección se alzaba grotesca dentro del pantalón. Sonrió nuevamente. Afincó la punta del cuchillo en el surco que se pronuncia detrás de la mandíbula, justo debajo de la oreja izquierda, haciéndole brotar unas gotas de sangre. Levantó ligeramente el mentón y amplió la sonrisa mientras pensaba en ángeles y néctares, guerras y miseria. Apretó los dientes e inhaló bruscamente mientras la piel se le erizaba, y, en un solo movimiento rápido, fuerte y practicado, lo llevó hasta su opuesto en la otra oreja...
***

    El dolor indescriptible ahogó su grito en sangre caliente y ácida que le manchaba pecho, mesa y cocina y le obligó a dejar caer el cuchillo. De refilón logró ver una sonrisa hecha con labios de sangre, con dientes perfectamente blancos, a la vez que todo se volvía gris...
    Sólo un gris pálido lo sofocaba mientras el cuchillo se burlaba.