martes, 28 de marzo de 2023

35

 “Treinta y cinco. ¡Número treinta y cinco!”


Andrés se sobresaltó. Estaba absorto mirando el revés de su mano cuando la niña de la ventanilla gritó. Suspiró pesadamente y trató de volver a sus pensamientos, pero la silla de la sala de espera no era la más cómoda para eso. Muy alemana y todo, pero la clínica podría haber invertido más en la comodidad de los acompañantes. Con tristeza se dió cuenta de que él ahora era el acompañante de su padre, cuando por tantos años había sido lo contrario. 


No sabía cómo extrañar a una madre que nunca conoció, pero le dolía saber que pronto tendría que aprender a extrañar a su padre. Soportar extrañar a su padre era quizá más adecuado. Este pensamiento lo llevó de nuevo a donde estaba: solo y culpable. Un “Lo siento, no creemos que despierte” rebotaba dentro de su cráneo, con cada eco apretando más y más su corazón. Olía bien el doctor, sí. Buen perfume, buen corte de pelo, buena manicura, muy malas noticias.


Su mente lo seguía torturando. Una y otra vez aparecía la imagen de su padre sentado en la cama de la pieza, la piel amarilla y brotada con granitos, los ojos hundidos en las ojeras mirando la muralla, en silencio, mientras él, Andresito, su único hijo, su regalón, descargaba años de resentimientos y le decía lo mal padre que había sido, cómo los pecados y los miedos del padre se habían pegado a él como pelos al jabón.


En su mente, una y otra vez abandonaba a su papá de un portazo, sintiendo el alivio egoísta de los que dicen la verdad “aunque duela”. Ahora sabe que es sólo pasar una carga de un lado a otro. ¿Habría sido él? ¿Habría sido Andresito quien colapsó los órganos de su propio padre? ¿O fue el inevitable cáncer que no perdona a nadie?


No había vuelto a la Casa de Papá. Hasta hoy no había sentido vergüenza. Hasta hoy se había sentido más hombre, como un cervatillo desafiando al líder. Hasta hoy que no hablaba con su tía. Hasta hoy que no había entrado a esta clínica. Hasta hoy su padre era inmortal. 


“¡Don Andrés!”, escuchó decir al doctor. “Lo hemos llamado. Lo he buscado por todas partes”, dijo mientras caminaba a pasos apresurados hacia él y resoplaba. “¡Qué bueno que no se fue! Su papá preguntó por usted.”


Hasta ahí escuchó Andrés. Se levantó rápidamente de su asiento y corrió sin parpadear hasta la UCI. Con grandes ojos llegó a un lado de papá y le tomó la mano. Sintió a su padre débilmente apretando de vuelta. Padre miraba a Hijo con ojos entrecerrados, ya cansado de tanto dolor, respirando lento y entrecortado. En silencio se miraron unos segundos, hasta que Andrés se dejó caer sobre el pecho de su padre y entre sollozos le dijo lo mucho que lo amaba, lo mucho que lo iba a extrañar, y lo mucho que estaba orgulloso de ser su hijo. Don Rodrigo dejó hablar a su hijo. Agradecía al Cielo poder escucharlo por última vez. Le dolía ver a su hijo llorar, pero estaba cansado. Quería descansar. Quería que todo terminara. 


Andresito dejó de llorar luego de un rato. Se irguió, pasó sus manos por la cara y miró a su padre en silencio tratando de grabar su cara para no olvidarla. Don Rodrigo miró a su hijo y sonrió suavemente, lo que pudo, mientras una lágrima se deslizaba hacia su almohada.