jueves, 21 de julio de 2011

El Diablo tiene dientes perfectos

Sé que Belcebú tiene dientes perfectos. Lo sé.
No me lo contaron. Lo vi.
Retrae un poco el labio cuando sonríe, eso sí. Papá le decía Shark Smile a ese fotograma. Sin embargo, es una sonrisa agradable, cálida. Invita a conversaciones largas y reflexivas con una copa de buen Merlot delante. Tengo la misma cualidad, pero mi sonrisa no invita a nada de eso. ¡Ni cerca!
Se sentó a mi lado, enérgico, buscando conversación como un viejo amigo que te conoce de toda la vida. ¿Qué le podía decir? ¿Vete? ¿Estoy ocupado? ¿Estoy cansado? Sabe que no estoy ocupado. Sabe que quiero hablar con él. Y sobre todo, sabe que estoy cansado. ¡Él sabe! Es el Leviatán, el Caído, el Iluminado... Yo lo trato de Asmodeo. Modi, para los amigos.
Pues, Modi simplemente quería conversar. Yo quería escuchar. Quería hablar, de hecho, pero él tiene maneras tan sutiles de intimidar. Te habla como si nada. Aunque intentes encarecidamente de disimularlo, sabe que estás asustado.
¡Oh, y le encanta!
¡Oh, y lo nutre!
Me quedé sentado, oyendo, contestándole en mi mente. Igual estoy seguro que oía. Yo trataba, eso sí, de no mirarlo mucho. ¡Me aterra! Si lo miras, te pierdes. Me ha pasado antes, te digo. Uno tarda meses en volver a encontrar el camino, si es que en realidad encuentras tu camino de vuelta.
Se divierte, entonces. Se divertía con mi disimulo. Sonreía con dientes perfectos y yo lo sabía; se divertía. Y él sabía. Eso lo engolosinaba.
Me habló tonteras, nomás. Tanteando. Sus ojos, lo sentía, me acuchillaban, me escaneaban. Retraía el labio mientras las nimiedades iban y venían. Lo que pude articular era para buscar control de la conversación. Control que nunca tuve ni he tenido.
Pero, repito, él sabe que estoy cansado.
Él sabe que voy a escuchar.
Ella sabe que me quiero perder.


martes, 19 de julio de 2011

Sueño en una Biblioteca

¿Dónde podrá encontrarla de nuevo?
Como un sueño apareció. Rodeada de viejos fantasmas poetas, filósofos, graciosos, ante los ojos de un hombre joven, quien no pudo siquiera ocultar el rostro. La boca entreabierta reflejaba un corazón incrédulo. Los ojos, el miedo a más nunca verla; a jamás volver a contemplar su pálida belleza, su mirada azul.
Ella lo vio. Como en un sueño se acercó suavemente, tiernamente, y lo envolvió con sus brazos, recostando la cara sobre su golpeante pecho, como si hubiese sentido la pena, el dolor, las ansias por besarla, por tenerla… El miedo a perderla. 
Finos dedos, suave terciopelo, le acariciaron el cuello, el rostro, los labios, mientras inevitablemente se enfrentaban. El azul intenso le acariciaba profundamente sus ojos simples.
Ella le acercó los labios lentamente, suspirando suave sobre los suyos, y, por un breve instante, un maravilloso instante, pudo sentir su cálido aliento, tan dulce, tan humano, deslizarse entre sus dientes.
Pero su corazón olvidó que existía razón, y aún a sabiendas de lo que iba a pasar, cerró los ojos... Y como un sueño, desapareció. Cuando aún el dulce soplo le acuchillaba el alma.
Sólo quedaron los testigos: Sócrates, Dante, Neruda, de la Barca.
Sólo quedaron los fantasmas.
Jamás podrá extrañar su voz.

        Jamás podrá extrañar sus labios.

¡Pero cómo extrañará su aliento!

domingo, 10 de julio de 2011

Ale (I)

Era una noche fría. Fría y sin nubes. Luego de unos segundos vacilando finalmente cogí el último cigarro de la cajetilla y me lo llevé a la boca, saboreando con la punta de mi lengua el tabaco que pasa a través del filtro. “No vuelvo a comprar otra” me repetí por quinta vez esa semana mientras estrujaba el cartón rojiblanco tan fuerte entre mis dedos que creí que podría haberlo hecho polvo.
Sin nubes y sin brisa. Vi como la luna llena bañaba la cajetilla que rodaba por el pavimento al momento que el auto se detuvo frente a mí.
-Creí que habías dejado de fumar.
-Aún no estoy fumando – mascullé mientras acercaba la llama al cigarrillo apretado entre mis labios.
-¿Sabes que pierdes siete minutos de vida con cada uno de esos que te fumas?
Dentro del carro sólo se veían un par de hombros de caletero arropados con una chaqueta de cuero, y una cabeza morena detrás de un volante que apretaban unos nudillos peludos, bañados en luz plata. Dicen que un Montecarlo compensa el tamaño de un hombre. Al parecer Nico se lo tomó en sentido literal.
-Pierdo más tiempo discutiendo esas tonterías contigo.
-¡Vamos, Ale! Sabes que lo digo por tu bien. ¡Me preocupo por ti!
-Quizás si tu voz no fuese tan chillona te haría caso – le dije entre humo al hombrecito, quien parecía tener el mismo ancho que alto, y en realidad no dudaba que pudiera ser así, mientras me daba la llave de la maletera. Levanté con dificultad los bolsos y comencé a rodear al sedán vinotinto.
-¡No, no, no! ¡No te vas a montar con eso prendido!
-Esperaremos los otros seis minutos aquí afuera entonces, Nicolás.
Fría. Sin nubes. Sin brisa. La luna grande como un fuerte, brillando dura e indiferente en el cielo. Inhalé profundo una bocanada, suspirando el sabor de la madrugada.