lunes, 16 de octubre de 2023

La Sirena

Esto de ser desempleado no es para todos. ¡Pero yo lo hago mejor que nadie!


No entiendo a la gente que pregona “yo no puedo estar sin hacer nada”. Me considero un maestro de la estática, del estaticismo; de la estaticidad, para darle un tono más filosófico. Por mis venas corre el existir sin pensar; corre fuerte, caliente, viscoso y escarlata. Bueno, eso y copete, claro está. “¡Arriba abajo al centro y pa’dentro!”,  “¡alcohol asqueroso, terrible tormento, que haces afuera, vente para dentro!”, y otros brindis de índole penetrante tampoco son para mí: soy un alcohólico que no tiene tiempo que perder antes de saborear el divino elixir.


Filosofaba y me deleitaba con mi ingenio cuando sonó la alarma de todos los días para levantarme de la cama: la sirena que los bomberos de este pueblo diminuto y hermoso hacen sonar para avisar la llegada del mediodía. ¡Qué bueno haber despertado solito un par de minutos antes de que sonara! Otra alegría: no oriné la cama, ni vomité la almohada. Luego de lo que le pasó al compadre Samuel muchos de los amigos juraron no beber más. Yo no. Yo soy fiel a mis hedonismos, pero sí me aseguro de no dormir boca abajo para no terminar ahogado por la almohada con mi propio vómito yo también.


Pero hoy por fin es el día. Hoy se cumple un año desde que me dejó mi señora y se llevó a mis cinco hijitos. Me caía bien el Rorro. Es el mayor y de vez en cuando se tomaba una cerveza conmigo. Su mamá se quejaba, pero yo también empecé a los ocho y resulté buena persona. 


Tantas cosas bonitas de ellos recordé caminando a la playa. Aquí estoy ya con los pies dentro del brillante Lago Ranco y las zapatillas sumergidas. 


Vamos a ver qué tan adentro puedo caminar.


lunes, 11 de septiembre de 2023

On the Rocks

La rigidez de su cotidianidad le estaba pasando factura a don Juan Fleming.


Sentía las puntas de los dedos ya arrugados, sentía que las rocas se clavaban dolorosamente en las nalgas y las piernas, sentía la imperiosa necesidad de levantarse del agua tibia que brotaba de la tierra calentada por el volcán que otrora le sorprendía por su magnificencia, pero que ahora, luego de apenas unos minutos, sentía que le hacía perder el tiempo. Sentía que había algo que hacer, sentía que el whisky que reposaba tenso en su mano no tenía el gusto que tuvo en su juventud; peleaba intensamente con la necesidad de tomárselo de un trago, levantarse y revisar su teléfono por si le habían avisado de la resolución del juzgado.


El agua burbujeante le acariciaba la espalda, indiferente. Al río le daba lo mismo si se sentaba un Presidente, un ingeniero o un peón; seguiría su camino inmutado.


“¿Esto es lo que me toca?”, pensaba mientras el licor se deslizaba entre los dientes y el desabrido Tocayo Caminante le calentaba su garganta con otro trago. “¿Qué nos mueve? ¿Qué nos motiva?”, pensaba amargamente. Luego de muchos años recordó lo que lo llevó a estudiar derecho en primer lugar: la Pablita. La Pabla Carrasquel.


Por amor las personas mueren y asesinan. Por odio olvidan, desprecian y traicionan. Por poder blasfeman, engañan y se humillan. Por sus ideales se sacrifican y obligan a otros a clavarse en la cruz. Por sexo… Por sexo pasa todo. Sexo… Sí, definitivamente es el sexo. Calor, sudor, gemidos, fluidos variopintos, placer, que clame tu nombre con desbocada pasión. ¿Cómo podría eso no motivarnos?


“Hace una vida entera de eso”, resopló mientras el agua le entibiaba las piernas y el trago ásperamente le calentaba el pecho. Veía el vasito de plástico y pensó en el hielo derritiéndose en el escosés. Con una sonrisa se dió cuenta de que él era un escosés derritiéndose en el hielo. Pensó en escribirlo para no olvidarlo. Pensó en escribir para él, por una vez.


Sonrió nuevamente y tomó un trago del whisky más delicioso que había tomado en años.


martes, 6 de junio de 2023

El Árbitro

Realmente sonaban como loros choroy. Ya luego de la tercera “mentira”, cómo le llamo a las cuba libre, las alegrías y risas de papá y mamá se transformaron de una melodía que me llevaba a una amorosa infancia, al chirrido rasposo de los loros que van en bandada de un lado al otro, cagando todo a su paso y tirando plumas por doquier.


De frase en frase levantaba la mirada del vaso con Coca Cola y Ron Pampero, para mirar a papá, con las mejillas coloradas riendo bajo el bigotito blanco. ¡Hasta la pelada estaba colorada del calor de las risotadas! Mamá mantenía la compostura, como siempre, sino que la Virgen la castigue, pero igual mostraba los dientes picados de nicotina cuando sacaba la mano del rostro para tomar la copa.


Y al fondo de la mesa mi hermano. Con esa sonrisa petulante y soberbia de dientes perfectos, dando la estocada al chiste continuado desde hacía varios minutos. Ni se dignaba a mirarme de vuelta; estaba matando de risa a papá y mamá y eso lo alimentaba, lo nutría. Se veían hasta más brillantes sus hermosísimas canas de mierda a los lados de su cabezota. Mientras me ahogaba en la cuarta roncola. 


Mi misma cabezota, mi misma sonrisa perfecta, pensaba no sin cierto asco. ¿Cómo dos personas tan iguales, con la misma carga cromosómica, podíamos ser tan distintas? ¿Qué lo favoreció a él, si los dos tenemos lo mismo?


Él, el árbitro favorito de la familia. El único, para ser honestos. El que sale en la tele en cada partido. El delgado y atlético. El que corre de lado a lado como un imbécil tras otros más imbéciles que persiguen un imbécil balón.


Él, el mellizo favorito de la familia. El menor por unos minutos. El regalón. El solterón. El cosmopolita. El de la plata.


Él, el que hace reir a morir a papá y mamá. Él, el que dice que él paga la cuenta, que hasta lo puede descontar de los impuestos para su empresa. Sé que me lo que está restregando; me está diciendo pobre en mi cara. Esas risotadas no son por el chiste. Son una pantalla para burlarse de mí, de su hermano guatón, del pobre de la familia, del agüebonao que no cacha ni una.


Papá y mamá ya ni me miran. Sólo lo miran a él, sólo lo han mirado a él siempre. Aunque digan lo contrario, aunque me digan lo hermosos que son mis hijos, no me miran a mí. Cuando me ven les recuerdo a hijo favorito, y estoy seguro de que piensan que mis hijos se parecen a él, no a mí.


Capaz y hasta son sus hijos y no míos. Por algo me dejaron sólo. Quizá ella no me podía seguir viendo la cara, sin recordar la cara de él sudando sobre ella una noche loca, una noche frenética.


“¡Maldigo el vientre que nos cobijó juntos!”, le grité antes de que terminara el chiste. Me acabé de un trago el roncito y comencé a tambalearme hacia la salida. Antes de cerrar la puerta escuché a mamá diciéndole lo mismo de siempre “déjalo, ya no llores. Te digo que estoy segura de que es homofóbico”.

martes, 25 de abril de 2023

La Pancora de la Pisada

 Siempre he odiado tener los calcetines mojados. ¡Y vaya que me los mojé! Por más estirados que los dejé sobre las rocas del mirador, con lo helado que estaba la tarde, no se me iban a secar nunca. Menos aún a esa hora; a esa hora dorada, que le llaman. Ese momento tan bonito, donde el Sol se está acostando por el Bosque Quillín. Lentito se va metiendo tras los árboles, dejando el cielo doradito bien lejos de aquel lado, y como mora madura de este lado. El l’afken, este lago hermoso, tranquilo reflejaba el ánimo de arriba, sin importarle que seguro por su culpa me daba una pulmonía. Pero, ¡qué más! Ahí tenía ya rato esperando que terminaran de estilar las prendas agujereadas.


Cosa más rica la Pisada en temporada baja, pensé sacudiendo mi mala pata. Solita para mí, siempre. Mi lugar para pensar, para descansar, para escuchar los treiles y las bandurrias. Mi lugar para caminar entre las moras y esperar algún día conseguirme con algún zorro desorientado. Pero con las zapatillas mojadas, lo único que quería era irme antes de que los cabros la convirtieran en la Culeada del Diablo, como le dicen cuando la noche los arropa.


Todos los del pueblo sabemos las historias de la Pisada. Todos los ranquinos hemos escuchado todas las versiones de la leyenda: que si era el Diablo quien comenzó la apuesta para ganarle el alma al ranquino; que si era el ranquino quien comenzó la apuesta de hacer el caminito de piedras al centro del lago de aguas traicioneras para sacarle fama y fortuna al Ángel Caído. Pero en todas el ranquino se pasaba de pillo y le ganaba al Belcebú. Sabemos que el enojado Príncipe de las Tinieblas le dió tremenda patada a la roca y le enterró la pezuña, dejando en testamento que en cualquier momento vuelve a buscar el alma que no se ganó en la apuesta.


Y las calcetas que no se secaban…


Miraba el cielo envioletarse y miraba a la Abuelita Agua imitándolo. Uno que otro pejerrey pasaba nadando de vez en cuando, como para burlarse de mí, nomás. Y ahí me di cuenta: una pancorita quietecita en la punta de una roca alta. Pensé que quizá también estaba tratando de estilar sus patitas el cangrejito de agua dulce. Ahí fue que ella me vio a mí y se vino caminando rápida y derechita, dejando un rastrito donde había arena bajo ella


Se vino acercando más, lo que me pareció raro; pero ya bien cerquita pasó otra cosa. ¡Te lo prometo besando este puñao de cruces! Se me acercó el bichito bien cerquita, casi que se me subía a la mano, y me dijo fuerte y claro “oye, ¿te gusta apostar?”

martes, 4 de abril de 2023

El Hervidor

Despertó antes que todos, de nuevo.

Envuelto en el maravilloso silencio ranquino dando traspiés caminó a la cocina a encender el hervidor. “Muy temprano todavía”, pensó.


A lo lejos chirrió una bandurria.


Luego otra.


“Tempraneras, las bichas”, pensó. La neblina dentro de la casa aún no se dispersaba. ‘Click’ y una lucecita roja por fin alumbró un poco. Pudo ver su mano como una sombra pasear sobre el hervidor.


Café… Café… ¿Dónde estaba el café? 


Tanteando, tomó el frasco de la repisa e inmediatamente supo que estaba vacío. Innecesariamente lo agitó para escuchar la cucharilla rebotar dentro. Innecesariamente lo abrió. Vacío. Oh, el olor igual le hizo sonreír. ¿Seis de la mañana? ¿Qué hora era? ¿Cuánto faltaba para despertar a los niños?


Otra bandurria.


Abrió el mueble y sintió como caía un paquete. ¿Galletas? Trató de meterle el pié para que no hiciera ruido, pero igual cayó de lleno contra suelo. Con el desgano de un trasnochado recogió las galletas y las dejó de nuevo en el mueble. La neblina se levantaba lentamente.


Ahí pudo verla, entre tinieblas… Una arañita, mirándolo de vuelta, alumbrada de rojo al lado del hervidor. Seis ojitos clavados en los dos de él. Ambos, araña y humano, saltaron. Sólo un poquito; un sobresalto, se podría decir.


Quedaron mirándose el uno al otro. Cada otro trataba de adivinar qué pensaba el uno. ¿Me irá a atacar? ¿Seré más rápido yo? Sin quitarse los ojos de encima.


A pito de nada comenzó a recordar su infancia. Desde siempre el miedo a esas criaturas extrañas, amenazantes. Desde siempre evitando acercarse cuando las veía. Pero esta vez había algo distinto… Algo que no sabía qué era. Como que podía ver que algo pensaba. ¿Pensaban estos bichos? Sentía, de pronto, esta conexión. Intrigante. Desafiante, incluso. Sentía como, de repente, lo entendían, con sólo esta mirada. El hervidor burbujeaba, el vapor entraba por su nariz. Se sintió pleno. Lleno. Casi feliz.


¡PLAF!


Apareció de un golpe una chala sobre la arañita.


“¿Ya hiciste el café?”, le dijo su pareja, con los ojos aún llenos de neblina.

martes, 28 de marzo de 2023

35

 “Treinta y cinco. ¡Número treinta y cinco!”


Andrés se sobresaltó. Estaba absorto mirando el revés de su mano cuando la niña de la ventanilla gritó. Suspiró pesadamente y trató de volver a sus pensamientos, pero la silla de la sala de espera no era la más cómoda para eso. Muy alemana y todo, pero la clínica podría haber invertido más en la comodidad de los acompañantes. Con tristeza se dió cuenta de que él ahora era el acompañante de su padre, cuando por tantos años había sido lo contrario. 


No sabía cómo extrañar a una madre que nunca conoció, pero le dolía saber que pronto tendría que aprender a extrañar a su padre. Soportar extrañar a su padre era quizá más adecuado. Este pensamiento lo llevó de nuevo a donde estaba: solo y culpable. Un “Lo siento, no creemos que despierte” rebotaba dentro de su cráneo, con cada eco apretando más y más su corazón. Olía bien el doctor, sí. Buen perfume, buen corte de pelo, buena manicura, muy malas noticias.


Su mente lo seguía torturando. Una y otra vez aparecía la imagen de su padre sentado en la cama de la pieza, la piel amarilla y brotada con granitos, los ojos hundidos en las ojeras mirando la muralla, en silencio, mientras él, Andresito, su único hijo, su regalón, descargaba años de resentimientos y le decía lo mal padre que había sido, cómo los pecados y los miedos del padre se habían pegado a él como pelos al jabón.


En su mente, una y otra vez abandonaba a su papá de un portazo, sintiendo el alivio egoísta de los que dicen la verdad “aunque duela”. Ahora sabe que es sólo pasar una carga de un lado a otro. ¿Habría sido él? ¿Habría sido Andresito quien colapsó los órganos de su propio padre? ¿O fue el inevitable cáncer que no perdona a nadie?


No había vuelto a la Casa de Papá. Hasta hoy no había sentido vergüenza. Hasta hoy se había sentido más hombre, como un cervatillo desafiando al líder. Hasta hoy que no hablaba con su tía. Hasta hoy que no había entrado a esta clínica. Hasta hoy su padre era inmortal. 


“¡Don Andrés!”, escuchó decir al doctor. “Lo hemos llamado. Lo he buscado por todas partes”, dijo mientras caminaba a pasos apresurados hacia él y resoplaba. “¡Qué bueno que no se fue! Su papá preguntó por usted.”


Hasta ahí escuchó Andrés. Se levantó rápidamente de su asiento y corrió sin parpadear hasta la UCI. Con grandes ojos llegó a un lado de papá y le tomó la mano. Sintió a su padre débilmente apretando de vuelta. Padre miraba a Hijo con ojos entrecerrados, ya cansado de tanto dolor, respirando lento y entrecortado. En silencio se miraron unos segundos, hasta que Andrés se dejó caer sobre el pecho de su padre y entre sollozos le dijo lo mucho que lo amaba, lo mucho que lo iba a extrañar, y lo mucho que estaba orgulloso de ser su hijo. Don Rodrigo dejó hablar a su hijo. Agradecía al Cielo poder escucharlo por última vez. Le dolía ver a su hijo llorar, pero estaba cansado. Quería descansar. Quería que todo terminara. 


Andresito dejó de llorar luego de un rato. Se irguió, pasó sus manos por la cara y miró a su padre en silencio tratando de grabar su cara para no olvidarla. Don Rodrigo miró a su hijo y sonrió suavemente, lo que pudo, mientras una lágrima se deslizaba hacia su almohada.


martes, 11 de septiembre de 2012

He loathed in self pity all night... all week... all year.
As he walked, slouched, formless, to the steaming shower, he glanced at himself in the mirror.
What did he see?
A canvas.
A blank canvas.
Oh, and he smiled!